Ejercitar la muerte
La muerte es una práctica, un ejercicio. Pensamos en ella como un suceso que tiene una sola cara: despedirnos de nuestro cuerpo o del de un ser querido, pero es mucho más que eso.
Cada cosa que comes tiene una dosis de muerte. Algo tuvo que morirse para alimentarte, y eso aplica incluso para personas con dietas basadas en plantas. Se mueren microorganismos, lombrices, se descomponen partes de micelios, se pudren frutas y vegetales, que se reintegran al suelo para nutrirlo y alimentar así a otras plantas. La película de la vida tiene a la muerte como banda sonora.
Aún así, en esta civilización le tenemos pánico, anhelamos desesperadamente la eterna juventud, usamos como medidas del desarrollo la expectativa de vida y la reducción de la mortalidad.
Tuve la oportunidad de vivir en un pueblo pequeño en Mozambique, donde tenían una relación mucho más fluída y cotidiana con la muerte. A las niñas y niños solo le daban nombre después de los 7 u 8 años, porque en edades más tempranas se mueren con más facilidad. Las personas se saludaban preguntando por el estado de salud y se despedían diciendo ‘estamos juntos’, y así era, estaban juntos también en la muerte. Si una mujer moría, las vecinas se encargaban de maternar su descendencia y mantenían su recuerdo vivo con historias y canciones.
Cuando llegué a ese pueblo me sentí muy confrontada por estas prácticas, no podía creer que aceptaran con tanta naturalidad la muerte de las niñas y niños. Sufrí por eso los seis meses que pasé allí. Se quedó en mi conciencia la pregunta de cómo prevenir todas las posibles enfermedades que causan muertes tempranas o ‘injustificadas’. Esa aspiración está inserta en nuestra civilización. Vemos la vida como lo más importante, pero me pregunto ¿la vida de quién, de quiénes? Los ciclos naturales requieren muerte, y hemos normalizado muchas formas de muerte: las no humanas, o las de humanos que no consideramos ‘prójimo’, mientras invertimos cantidades de tiempo y de dinero inimaginables en intentar conservar la vida de quienes más amamos.
Desde niña escuché a mi papá hablar de la muerte con mucha naturalidad. Mató animales que amaba cuando estaban en circunstancias que les impedirían vivir plenamente. Insistía en que ese era un acto de amor. Yo lo escuchaba atentamente y rogaba que no me llegara el día de tomar decisiones como esas, en nombre del amor. Y ese día llegó hace dos años.
A raíz de una arritmia cardiaca y una úlcera estomacal mi papá entró en una encrucijada de salud. Debía tomar anticoagulantes para evitar que la arritmia le ocasionara trombos, pero la úlcera no pararía mientras siguiera anticoagulado. Era un hombre de 70 años, obeso, fumador.
El equipo médico lo intentó todo. Le ofrecieron la mejor atención que una EPS puede ofrecer, el pronóstico parecía prometedor, pero ese delicado balance entre la úlcera y los trombos se perdió de un momento a otro. Yo sabía que mi papá no podría soportar estar postrado, o depender de aparatos médicos para sobrevivir, así que después de hablar con mi mamá y mi hermano, me acerqué al médico y le pregunté si había posibilidades reales de recuperación, para que, en caso contrario, suspendiera los tratamientos y soportes, para dejarlo morir tranquilo.
Recibí una mirada dura de parte del médico y me dijo que mientras no existiera un documento de voluntad anticipada firmado por mi papá, no podía suspender los tratamientos si aún había alguna posibilidad de supervivencia. Quise decirle que mi papá no quería solo sobrevivir, que quería una vida plena, pero sabía que era inútil discutir con él sin el documento que respaldara la voluntad de mi Papo. Me limité a decirle: Si no ve posibilidades de que se recupere, por favor hablemos de alternativas. No sé de dónde saqué la fuerza, creo que fue mi papá quien me la dió, y tal vez las mujeres mozambicanas que le ponían la cara a la muerte de sus propios hijos todo el tiempo.
Al día siguiente recibí una llamada en la madrugada. El médico me dijo: llegó la hora de tener la conversación que me mencionó ayer. Con la sensación de tener a mi papá abrazándome, fui al hospital con mi mamá a presenciar su muerte. Lo abracé muy fuerte, me acosté con él en su camilla, le hablé al oído por mucho rato y me senté a su lado a sostener su mano inmensa, como él ha sostenido la mía en mis encuentros con otras versiones de la muerte: cuando terminé relaciones afectivas, cuando me fuí de Manizales para no regresar, incluso cuando nos despedíamos de la abuelita en vacaciones, conscientes de que había sido un regalo vernos y sin asumir que se nos daría ese regalo un año más. Con esa práctica de las pequeñas muertes me enfrenté a la despedida del cuerpo de mi Papo, mi alma gemela, mi guardián.
Hoy se cumplen dos años de ese día y yo estoy profundamente agradecida. Extraño mucho sus abrazos, sus llamadas, sus chistes, y al mismo tiempo, lo siento conmigo todo el tiempo, y honro su vida viviendo la mía a plenitud. Cada despedida de un ser amado me ha recordado lo maravilloso y profundo que es el regalo de la vida, y que su magia radica en parte en que es impermanente, en que está profundamente entrelazada con la muerte.
La cotidianidad está llena de últimas veces que pasan inadvertidas. La última vez que comes en un lugar que te gusta y que cierran antes de que puedas regresar, la última vez que jugaste escondite con tus amigos del barrio, el último abrazo que te diste con un amigo que se fue del país y ya no volverá. Procuro ejercitar mi relación con la muerte siendo consciente de esas últimas veces y recordando la despedida Mozambicana, esa que hace énfasis en que ‘estamos juntos’ aún después de la muerte.
Al mismo tiempo, se me parte el corazón todo el tiempo con la manera en la que la civilización a la que pertenezco ignora la violencia y la muerte a la que se exponen comunidades rurales de diversos territorios de mi país a causa del conflicto armado, personas trans que son asesinadas porque su existencia desafía las categorías mentales predominantes, mujeres que mueren a manos de quienes dicen amarlas, cientos de niños y familias palestinas víctimas del genocidio que el mundo occidental está ignorando sistemáticamente…¡qué civilización más rara somos!
Todo lo vivo está en movimiento
Todo el movimiento implica transformación
Todo lo que duele va a pasar
Todo lo que produce dicha se va a acabar
Lo más aterrador de las muertes
es no haber estado presentes
Lo más difícil de estar presentes
es afrontar la propia mente
"Según la prajñaparamita, la vida y la muerte son una sola cosa. Nacemos y morimos cada segundo de nuestra vida. Durante la llamada vida, hay millones de nacimientos y millones de muertes. Las células de nuestro cuerpo dejan de existir cada día: neuronas, células cutáneas, células sanguíneas y muchas otras. Nuestro planeta también es un cuerpo y cada uno de nosotros es una célula de él. (...) La muerte es necesaria para que exista la vida."